9 de abril de 2009

Diario Perfil | - Raúl: una memoria

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Yo no sé si seré un iluso, me dice. Sus ojos, atravesados por una pátina acuo-sa apenas perceptible, me sostienen fijamente la mirada. ¿Por qué iluso? me le atrevo, y levanto la voz, quizá porque la de él suena ya un poco apagada, aunque todavía vigorosa.
Por Pepe Eliaschev



Pepe Eliaschev

Yo no sé si seré un iluso, me dice. Sus ojos, atravesados por una pátina acuo-sa apenas perceptible, me sostienen fijamente la mirada. ¿Por qué iluso? me le atrevo, y levanto la voz, quizá porque la de él suena ya un poco apagada, aunque todavía vigorosa.

Me dice que ignora ser, con respecto a ciertos deseos, “un hombre especial”. De vuelta, le digo: ¿pero por qué? Porque yo no le deseo que le vaya mal al Gobierno, porque si le va mal al Gobierno, le va mal al país, replica y me deja mudo.

A él, en cambio, sí le desearon, y mucho, que le fuera mal, pero incluso en la derrota aparente, en el repliegue, al margen de la escena protagonizada por victoriosos arrogantes, él sabía que luego del dolor, sería escuchado. Y lo que se vio esta semana, lo que yo mismo pude verificar en los rostros de esos millares de desconsolados compatriotas huérfanos e inconsolables, fue redescubrir que la historia y las vidas tienen secretos y sorpresas insondables, puertas que se abren imprevistamente y llevan a senderos imprevisibles.

Como en 1983, de nuevo pareció que ahora sucedía lo que nadie había previsto y que este país ya no sería igual, luego del océano de lágrimas con que fue despedido y amado Raúl Alfonsín este abril de 2009. En ese último reportaje, que se vuelve a publicar hoy en este mismo diario, que me lo pidió cuando ya sabíamos que el ex presidente no se recuperaría de su enfermedad, Alfonsín hizo algo que me conmovió, más todavía de lo habitual. Le pidió a Margarita Ronco que yo pasara a su dormitorio y la entrevista me la dio desde su cama.

Le confié que, abajo, en la puerta, me esperaba el fotógrafo de PERFIL, pero que, la verdad, haríamos como a él le pareciera y me dijo, no, por favor, fotos hoy no. Claro, respondí, naturalmente. Me acerqué más a él, con mi silla muy pegada a la cama, advertí el importante rosario que pendía del cabezal de la cama, encendí mi grabador y comenzamos a conversar. Fue la última vez. Hace pocos días le hice llegar mi nuevo libro y tuvo el enorme gesto de agradecérmelo de inmediato, de su puño y letra, cuando le quedaban menos de dos semanas de vida. El mensaje me lo sé de memoria y me llegó por mail. Estaba fechado el miércoles 18 de marzo a las 13.45: “Querido Pepe: Muchas gracias por su libro. Está en mi segunda mesa de noche, la otra con los elementos necesarios a mi circunstancia. En cuanto tenga más ánimo, prometo que será el primero que lea. Y gracias en particular por la dedicatoria. Un abrazo muy grande, Raúl”.

“Mi circunstancia”, así llamaba él, con ironía, finura y entereza, a su larga agonía, a la que encaraba con esa espontánea tozudez que fue su marca propia.

Una vez subrayadas las gigantescas diferencias de escala entre el estadista mundial y el cronista que firma esto, me gusta decir que estuvimos juntos desde y en la indigencia. Nunca me ofreció nada. Nunca le pedí nada. Jamás entré a la Quinta de Olivos, ni con él, ni con nadie.

Lo conocí personalmente, cuando la agria intemperie argentina lo había convertido en un paria, en aquellos meses duros e inclementes que van de mediados de 1989 a fines de 1990, cuando Menem iniciaba su larga década. Por eso, su bonhomía generosa, su predisposición para respetar mis mercuriales críticas de los años ochenta, me regocijaban especialmente.

Me acompañó en las presentaciones de mis libros, en el casamiento de uno de mis hijos, o llamándome, como cuando arreció el huracán de la venganza oficial. Era dueño de un vozarrón inconfundible y a la vez entrañable. Imposible no sentirse cobijado y ennoblecido al lado suyo. Desde esos hoy remotos días de hace veinte años, hasta esta semana de muerte y gloria póstuma, me impresiona y alucina advertir ese encuentro misterioso y único, esa combinación fenomenal. Apasionado y enfático, Alfonsín nunca dejó de ser expresión profunda del ánimo componedor.

Cuando compartía con él mis acritudes ante la soberbia revanchista del kirchnerismo, de alguna manera se las ingeniaba para llevarme por senderos de razonamiento más amplio y menos virulento. Desde luego, le daba mucha bronca que voces que él quería fuesen silenciadas, pero no les daría el gusto de enojarse a los autoritarios, que no le permitieron entrar el 28 de junio de 2006 a la Casa Rosada de Kirchner para homenajear a Illia, a 40 años de su derrocamiento. Me consternaba cuando él no ocultaba sus profundas angustias. Un día antes de que Fernando de la Rúa nombrara ministro a Cavallo, Alfonsín vino a mi programa en Radio Nacional. Estaba desolado. Pero me lo dijo al oído, cuando se iba del estudio, luego de la entrevista. Es cierto, él cultivaba la discreción y las maneras contenidas. Todo en él lo llevaba a proteger sus opiniones y movimientos por temor a hacer daño. También es posible que haya sido, quizá sin proponérselo, una de esas personalidades singulares que encaran causas en solitario y recién después las explican. Es posible que estas maneras contradigan el evangelio democrático, pero quienes desde la izquierda le recriminaron esos rasgos, los admiraron en condottieri y comandantes guerrilleros que nunca consultaron nada con nadie para tomar decisiones centrales. Pude alguna vez decirle que, por razones generacionales, yo no padecía como una carga obsesionante el temor de ser llamado gorila, porque no me consideraba radical. Yo pasé brevemente por ahí en los setenta, doctor, en la Jotapé, le explicaba, no me convenza de algo en lo que no siento culpa. Y, sin pausas, arremetía con mi mirada más dura y dolida por los abusos y los desplantes de ese peronismo que él conocía y había sufrido, pero en el que privilegiaba lo social, para aventar los fantasmas de la desunión nacional. Ante dirigentes políticos nacionales manifiestamente iletrados, toscos y hasta de pésima dicción, en él me deleitaba su pasión por los libros, su respeto sacro a la cultura, su propia y conmovedora humildad cuando se quemaba las pestañas preparando sus cursos, leyendo a los clásicos, dando clases de Derecho Político. Eso me fascinaba sin límites: este hombre les rendía culto a las ideas y se manejaba con una modestia demasiado brutal como para ser artificial.

Hay intrincados vericuetos en los meandros zigzagueantes de la historia de las naciones. Eduardo Fellner en el Congreso y Antonio Cafiero en la Recoleta se asumieron, en delicadas notas de despedida, como dos peronistas arrasados de admiración por el espectáculo popular del homenaje espontáneo a Alfonsín.

Un tipo complicado este Alfonsín: el cáncer le sacó tarjeta roja. El se fue, o hizo que se iba. Guiñaba un ojo al retirarse, como quien sabe que no está muerto quien pelea. Por culpa de él, quise mucho más a la Argentina esa tarde fulera, cuando lo dejamos a Raúl en la Recoleta."
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